Y te di el olor
de todas mis dalias y nardos en flor.
Y te di el tesoro,
de las ondas minas de mis sueños de oro.
Y te di la miel,
del panal moreno que finge mi piel.
¡Y todo te di!
Y como una fuente generosa y viva para tu alma fui.
¡Y tú, dios de piedra
entre cuyas manos ni la yedra medra;
y tú, dios de hierro,
ante cuyas plantas velé como un perro,
desdeñaste el oro, la miel y el olor.
¡ Y ahora retornas, mendigo de amor,
a buscar las dalias, a implorar el oro,
a pedir de nuevo todo aquel tesoro!
Oye, pordiosero:
ahora que tú quieres es que yo no quiero.
Si el rosal florece,
es ya para otro que en capullos crece.
Vete, dios de piedra,
sin fuentes, sin dalias, sin mieles, sin yedra,
igual que una estatua,
a quien Dios bajara del plinto, por fatua.
¡Vete, dios de hierro,
que junto a otras plantas se ha tendido el perro!
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